Estreno casa. Y no es de alquiler...Como nunca creí que esto fuera a ocurrir, todavía
me despierto por las mañanas mordiéndome los labios y pensando
¡caray! ¡qué suerte tengo!. Rodeada de cajas y de cables, trato de imaginarme cómo será
la vida aquí cuando estas paredes desnudas ya no me sean extrañas.
El piso es antiguo y luminoso, con un balcón que da una calle
arbolada y sin demasiado tráfico. Realmente me encanta el sitio,
pero queda mucho por hacer antes de que esto sea MI casa de veras.
De momento, paseo por las habitaciones y saludo a los fantasmas
(habrá que irse conociendo) y duermo en un colchón en el suelo que
cambio de posición cada día.
Esto me hace pensar en el final de
muchos cuentos, cuando el héroe o la heroína culmina su aventura
instalándose en un palacio, que es un hogar bien distinto de la
cabaña en el bosque, el molino o la consabida “
humilde morada”
de la que había salido. Los cuentos nos presentan realidades
simbólicas y el palacio es una representación de un estadio
superior de la consciencia a la que el personaje accede gracias a
haber superado satisfactoriamente las pruebas a que se ha visto
sometido. Pocas veces en esas historias se menciona cómo es la vida
en palacio, ya que eso carece de importancia (salvo que sea un falso
palacio, una cárcel o una trampa -como en
Barba Azul,
por ejemplo-). Nos imaginamos el lujo y el boato, pero los detalles
sobre las rutinas son escasos, si no nulos.
Pero hay al menos un cuento en el que
sí se describe cómo es la suntuosa vida de muros para dentro. Puede
que no sea casualidad que, en su versión más conocida, la historia
nos haya sido legada por una mujer,
Jeanne Marie Leprince de Beaumont (Ruan, 1711- Chavanod, 1780),
una mujer, además, poco convencional para la época. Me refiero a
La bella y la bestia,
un cuento precioso del que hablaré algún día. De momento, quiero centrarme sólo en este
pasaje, el del momento en que Bella llega a la morada de la Bestia
creyendo que va a ser devorada por el monstruo a las pocas horas:
Mientras
esperaba decidió recorrer el espléndido castillo, ya que
a pesar de todo no podía evitar que su belleza la
conmoviese. Su asombro fue aún mayor cuando halló
escrito sobre una puerta:
Aposento
de la Bella
La abrió
precipitadamente y quedó deslumbrada por la magnificencia
que allí reinaba; pero lo que más llamó su atención
fue una bien provista biblioteca, un clavicordio y
numerosos libros de música, lo que reunía todo lo que a
ella le hacía la vida placentera.
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En algunas versiones que
circulan por internet, Bella pasa sus días bordando junto a una
chimenea, aguardando la visita nocturna de la Bestia (lo cual, tal
vez, se asemeje más a como era la vida de las mujeres en el siglo
XVIII), pero a mí me encanta el detalle de rodear a la protagonista
de estímulo intelectual, esto es, de lo que a ella “le hacía la
vida placentera”. A partir de ese instante, la existencia de la
muchacha trascurre entre lecturas, conciertos y paseos por el jardín,
amén de las agradables cenas con la Bestia, en las que ambos se
tratan como iguales.
En su
aposento, Bella encuentra además un espejo mágico (un espejo
siempre muestra la verdad, aunque, en este caso, le sirve a la
protagonista para ver la verdad lejana de lo que ocurre en la casa
familiar que ha tenido que abandonar para salvar la vida de su padre)
y no está realmente prisionera, pues, en cuanto solicita ir a
visitar a los suyos, al instante se le concede su deseo.
En
resumen, Bella es feliz en palacio, pero no por el lujo y las
comodidades, sino por el placer de dedicar el tiempo a lo que le
gusta, porque en ese hogar crece y se la respeta y, por supuesto, por
la compañía.
Mi
casa no es un palacio, el espejo del baño no es mágico (¡más
quisiera!) y la única bestia que hay en los alrededores soy yo
cuando me enfado con el técnico del gas por sus tarifas
desorbitadas, pero aspiro a que mi vida aquí sea como la de Bella,
una vida agradable donde los deseos maduran y se cumplen llegada su
hora. ¡Ah! Y la biblioteca. ¡Ah! Y la música....