Ilustración de Helen Ward para El ratón de campo y el ratón de ciudad, Ed. Juventud, 2012 |
Aunque hace ya casi un
mes que pasamos el solsticio de invierno, las noches son todavía
largas y gélidas. Es lo que toca en este lado del mundo y me encanta. Tiempo
atrás no me gustaba nada el invierno, pero, a medida que me hago
mayor, más en sintonía me siento con el frío, la ropa de abrigo,
las tardes en casa...Si llego a vieja con salud, creo que seré
bastante feliz ejerciendo de anciana convencional, haciendo tareas
domésticas y manteniendo animadas charlas con las plantas. Mi vieja
interior -si tengo una niña interior, ¿por qué no voy a tener
también una vieja adentro?- es tranquila y alegre y un poco vaga; no
tiene prisa, no va a ninguna parte y se detiene a mirarlo todo como
si nunca lo hubiera visto. Es una vieja invisible que está
completamente viva y presente en el momento.
Esa anciana que me habita
a ratos me trae a la memoria uno de mis cuentos favoritos de todos
los tiempos: "El ratón de campo y el ratón de ciudad”. Imagino
que conocéis la historia, porque es una fábula antiquísma que ya
fue recogida por Esopo y también por La Fontaine y se ha difundido
en todo tipo de versiones (por ejemplo, ésta en títeres de guante de Sesame Street). En la que yo leía de niña, los dos
ratones eran primos y se visitaban mútuamente. Uno era un ratoncito
de campo que vivía en el tronco de un árbol y pasaba sus días tranquilo, correteando y alimentándose de lo que pillaba por ahí. El otro
vivía en una gran ciudad, en la mansión de unos señores, y su vida
era lujosa y emocionante, aunque también peligrosa porque en la casa
había un gato que amenazaba con comérselo cada dos por tres.
De ese cuento me
encantaban las ilustraciones; algo que -supongo- les sigue ocurriendo a
los niños pequeños de hoy en día cuando ven plasmado en un dibujo
el juego de proporciones entre el mundo que ellos pueden abarcar y
manipular y el mundo a tamaño adulto. Recuerdo, como si la estuviera
viendo ahora, una escena en la que los dos animalitos, sentados sobre
dedales, comían un pedazo de queso y un rodillo de hilo hacía las
veces de mesa. Un ratón llevaba frac y sombrero de copa y el otro
un atuendo sencillo de campesino.
Pero no se trataba sólo
de las imágenes. Creo que si yo releía ese cuento una y
otra vez era porque reflejaba un anhelo de viajar, de conocer
realidades distintas, y también la intuición de que todos los
finales felices son una vuelta a casa. Es necesario cruzar el umbral
del hogar para aprender, para crecer. Y es una alegría, tiempo
después, regresar; en un sentido amplio, regresar a lo que no
se compra con dinero: paz de espíritu, saber quién eres y dejar de
perseguir ser algo diferente.
Os dejo con una canción
que habla de eso, porque, a lo mejor, no hace falta tener 90 años
para sentirse ratón de campo y ser feliz con placeres asequibles:
PD: La Editorial Picarona ha publicado recientemente un cuento escrito por Bil Lep e ilustrado por David T. Wenzel, El rey de las pequeñas cosas, que abunda en este asunto. Os lo recomiendo, así como realizar las actividades que, a partir de esta lectura, proponen en el blog Biblioabrazo -un (pequeño) divertimento para niños chicos y grandes que nos puede ayudar a redimensionar-.
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