lunes, 19 de enero de 2015

Ratón de campo

Ilustración de Helen Ward para El ratón de campo y el ratón de ciudad, Ed. Juventud, 2012

Aunque hace ya casi un mes que pasamos el solsticio de invierno, las noches son todavía largas y gélidas. Es lo que toca en este lado del mundo y me encanta. Tiempo atrás no me gustaba nada el invierno, pero, a medida que me hago mayor, más en sintonía me siento con el frío, la ropa de abrigo, las tardes en casa...Si llego a vieja con salud, creo que seré bastante feliz ejerciendo de anciana convencional, haciendo tareas domésticas y manteniendo animadas charlas con las plantas. Mi vieja interior -si tengo una niña interior, ¿por qué no voy a tener también una vieja adentro?- es tranquila y alegre y un poco vaga; no tiene prisa, no va a ninguna parte y se detiene a mirarlo todo como si nunca lo hubiera visto. Es una vieja invisible que está completamente viva y presente en el momento.
Esa anciana que me habita a ratos me trae a la memoria uno de mis cuentos favoritos de todos los tiempos: "El ratón de campo y el ratón de ciudad”. Imagino que conocéis la historia, porque es una fábula antiquísma que ya fue recogida por Esopo y también por La Fontaine y se ha difundido en todo tipo de versiones (por ejemplo, ésta en títeres de guante de Sesame Street). En la que yo leía de niña, los dos ratones eran primos y se visitaban mútuamente. Uno era un ratoncito de campo que vivía en el tronco de un árbol y pasaba sus días tranquilo, correteando y alimentándose de lo que pillaba por ahí. El otro vivía en una gran ciudad, en la mansión de unos señores, y su vida era lujosa y emocionante, aunque también peligrosa porque en la casa había un gato que amenazaba con comérselo cada dos por tres.
De ese cuento me encantaban las ilustraciones; algo que -supongo- les sigue ocurriendo a los niños pequeños de hoy en día cuando ven plasmado en un dibujo el juego de proporciones entre el mundo que ellos pueden abarcar y manipular y el mundo a tamaño adulto. Recuerdo, como si la estuviera viendo ahora, una escena en la que los dos animalitos, sentados sobre dedales, comían un pedazo de queso y un rodillo de hilo hacía las veces de mesa. Un ratón llevaba frac y sombrero de copa y el otro un atuendo sencillo de campesino.
Pero no se trataba sólo de las imágenes. Creo que si yo releía ese cuento una y otra vez era porque reflejaba un anhelo de viajar, de conocer realidades distintas, y también la intuición de que todos los finales felices son una vuelta a casa. Es necesario cruzar el umbral del hogar para aprender, para crecer. Y es una alegría, tiempo después, regresar; en un sentido amplio, regresar a lo que no se compra con dinero: paz de espíritu, saber quién eres y dejar de perseguir ser algo diferente.
Os dejo con una canción que habla de eso, porque, a lo mejor, no hace falta tener 90 años para sentirse ratón de campo y ser feliz con placeres asequibles:



PD: La Editorial Picarona ha publicado recientemente un cuento escrito por Bil Lep e ilustrado por David T. Wenzel, El rey de las pequeñas cosas, que abunda en este asunto. Os lo recomiendo, así como realizar las actividades que, a partir de esta lectura, proponen en el blog Biblioabrazo -un (pequeño) divertimento para niños chicos y grandes que nos puede ayudar a redimensionar-.

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