sábado, 31 de enero de 2015

Ese lobo feroz (y musical)

Con la experiencia aún reciente de mi último taller en Cuentoterapia (un taller sobre sexo en los cuentos bastante alejado de los tópicos), he decidido rescatar uno de los textos que escribí el verano pasado -cuando tenía tiempo para estas cosas mundanas-. Espero que os suene bien:

Ilustración de Xavière Devos
Hay un sinfín libros en los que se afirma que un deseo compartido por muchas mujeres es querer que venga un Príncipe Azul a rescatarlas. No creo que sea del todo cierto:  en mi círculo inmediato, mis amigas y yo misma preferimos que los príncipes sean de otros colores; o, si son pitufos, al menos que no sean príncipes, no vaya a ser que nos pidan que calcemos zapatos de cristal, con lo bien que se va en chanclas. En cambio, de lo que sí tengo testimonios fehacientes es de la atracción que sobre muchos varones ejerce Caperucita Roja, un fenómeno del que se habla menos pero que ha dado lugar a innumerables manifestaciones artísticas (y manifestaciones a secas también). Hoy quiero centrarme en las musicales -aunque aprovecho para recomendaros la película  En compañía de lobos, (Neil Jordan, 1984), si la encontráis en alguna parte-.

La historia de Caperucita, como todos los cuentos maravillosos -y a pesar de los esfuerzos recurrentes por simplificar el desarrollo y el significado del texto- presenta numerosos símbolos y lecturas posibles (véase El maravilloso mundo de los cuentos de hadas y su simbología, páginas 15 a 30). Sin embargo, la interpretación más común y evidente gira en torno a la menarquía y a las consecuencias que la llegada de la pubertad puede acarrear para una muchacha inexperta si ésta elige "el camino equivocado". Las canciones sobre Caperucita destinadas al público infantil respetan habitualmente esa intención didáctica. Un ejemplo de ello sería este tema , en francés, que explica el cuento en primera persona (no hay que pedirle mucho desde el punto de vista musical) o éste que la célebre cantante italiana Mina incluyó, en los años 70, en una colección de álbumes para niños.
Ilustración de Beatriz Martín Vidal
Pero cuando nos apartamos de lo estrictamente infantil, el foco de atención se desplaza y es fácil comprobar como abunda, sobre todo en el imaginario masculino, la identificación con el lobo. Ese pobre lobo feroz que, fiel a su naturaleza, sólo pretende devorar un pedazo de carne tierna.
En el panorama internacional, y sin ánimo de hacer un recuento exhaustivo, encontramos este tratamiento del asunto en, por ejemplo, Little Red Riding Hood de Sam the Sham and the Pharaohs, una banda fundada en 1963 por Domingo Samudio (Sam the Sham) -un autentico personaje, dicho sea de paso-. Con esta composición, el grupo obtuvo cierta notoriedad en 1966, hasta el punto de que, en su día, se hicieron adaptaciones en otros idiomas. La letra, como podéis verificar en el video, nos muestra a un lobo rendido a los encantos de Caperucita:
Hey there Little Red Riding Hood
You sure are looking good
You're everything that a big bad wolf could want.

En esos mismos años, en Francia, el cantante melódico C. Jêrome  se dio a conocer con Le petit chaperon rouge est mort (1967) , una canción sobre la melancolía que provoca el fin de la inocencia - representada por Caperucita, claro-. Y del mismo país, menos melodramática y más actual, es esta otra versión del cuento, en la que Yo (el cantante se llama así), simpatiza con el lobo y advierte en el estribillo de que las niñas ya no son ingenuas como solían ("Méfie-toi, méfie-toi, les filles petites rouges qu'on trouve dans les bois ne sont plus comme avant").
Incluso en japonés podemos encontrar un acercamiento musical al sufrido amor del lobo por la joven vestida de rojo en The Wolf that Fell in Love with Little Red Riding Hood , un tema pop que emociona  a los aficionados al manga.
Ilustración de Kasia Jackowska extraída de 
 http://www.jackowska.ch/little-red-riding-hood/
En la música en español, tenemos también varios lobos enamorados y/o rijosos. El primero que me viene a la cabeza es el Lobo López (1992) de Kiko Veneno. Es mi favorito: un lobo bueno que ha hecho propósito de enmienda (No puedes negarme/tu frasco de amor/He entrenado duro/Ahora estoy dispuesto/ a comerte mejor), aunque incapaz de comunicarse con su amada. Pero, antes, estuvo la Caperucita feroz  de La Orquesta Mondragón (1980) -"Hola, mi amor, yo soy el lobo, quiero tenerte cerca para oírte mejor"- que es la madre del invento, el origen de una saga en la que habría que terminar incluyendo Tú lo que quieres (es) que te coma el lobo (2013), de Papa Joe y Foncho,  una  pieza de reaggeton que ilustra bien la permanencia y evolución del arquetipo. 
Y por el camino (de agujas o alfileres), a mí me gustaría destacar Caperucita Roja del grupo Ilegales. No por nada, son muy brutos; pero considero que su acercamiento al tema, además de irreverente, es fiel al espíritu del relato original (me refiero al original anterior a Charles Perrault). Y, por otra parte, así aprovecho para dedicarle esta entrada a P., un antiguo compañero de trabajo -por lo demás, simpatiquísimo- que solía acercarse a los corrillos de profesoras canturreando otra canción de la banda; concretamente, ésa que dice: "Oye, tú, tú que me miras: ¿es que quieres servirme de comida?" (¿sería cosa del subconsciente lobuno?).

PD: Ya veis que Caperucita y el lobo, la abuela y el cazador forman un gran equipo en nuestro disco duro. Prueba de ello es el caudal enorme de versiones  de su historia que aún hoy se siguen publicando. Si os interesa, aquí encontraréis una selección muy completa y actualizada de las mejores. Para degustar entre aullidos y flores. 

lunes, 26 de enero de 2015

Invierno

La entrada de hoy está dedicada a mi amiga Maribel, que cumple años en este día y a la que encantan los perros, los gatos y los pájaros.
Ilustración de Sasha Yvoylova  (extraída de aquí)

LA TORMENTA

Ahora, por el huerto blanco mi perrito
retoza, rompe la nieve nueva
con patas salvajes.
Corre para aquí, corre para allá, exaltado,
casi sin poder parar, salta, gira
hasta que en la nieve blanca queda escrita
en letras grandes y exuberantes,
una oración larga, que expresa
los placeres del cuerpo sobre este mundo.
Oh, yo no podría haberlo dicho mejor.


lunes, 19 de enero de 2015

Ratón de campo

Ilustración de Helen Ward para El ratón de campo y el ratón de ciudad, Ed. Juventud, 2012

Aunque hace ya casi un mes que pasamos el solsticio de invierno, las noches son todavía largas y gélidas. Es lo que toca en este lado del mundo y me encanta. Tiempo atrás no me gustaba nada el invierno, pero, a medida que me hago mayor, más en sintonía me siento con el frío, la ropa de abrigo, las tardes en casa...Si llego a vieja con salud, creo que seré bastante feliz ejerciendo de anciana convencional, haciendo tareas domésticas y manteniendo animadas charlas con las plantas. Mi vieja interior -si tengo una niña interior, ¿por qué no voy a tener también una vieja adentro?- es tranquila y alegre y un poco vaga; no tiene prisa, no va a ninguna parte y se detiene a mirarlo todo como si nunca lo hubiera visto. Es una vieja invisible que está completamente viva y presente en el momento.
Esa anciana que me habita a ratos me trae a la memoria uno de mis cuentos favoritos de todos los tiempos: "El ratón de campo y el ratón de ciudad”. Imagino que conocéis la historia, porque es una fábula antiquísma que ya fue recogida por Esopo y también por La Fontaine y se ha difundido en todo tipo de versiones (por ejemplo, ésta en títeres de guante de Sesame Street). En la que yo leía de niña, los dos ratones eran primos y se visitaban mútuamente. Uno era un ratoncito de campo que vivía en el tronco de un árbol y pasaba sus días tranquilo, correteando y alimentándose de lo que pillaba por ahí. El otro vivía en una gran ciudad, en la mansión de unos señores, y su vida era lujosa y emocionante, aunque también peligrosa porque en la casa había un gato que amenazaba con comérselo cada dos por tres.
De ese cuento me encantaban las ilustraciones; algo que -supongo- les sigue ocurriendo a los niños pequeños de hoy en día cuando ven plasmado en un dibujo el juego de proporciones entre el mundo que ellos pueden abarcar y manipular y el mundo a tamaño adulto. Recuerdo, como si la estuviera viendo ahora, una escena en la que los dos animalitos, sentados sobre dedales, comían un pedazo de queso y un rodillo de hilo hacía las veces de mesa. Un ratón llevaba frac y sombrero de copa y el otro un atuendo sencillo de campesino.
Pero no se trataba sólo de las imágenes. Creo que si yo releía ese cuento una y otra vez era porque reflejaba un anhelo de viajar, de conocer realidades distintas, y también la intuición de que todos los finales felices son una vuelta a casa. Es necesario cruzar el umbral del hogar para aprender, para crecer. Y es una alegría, tiempo después, regresar; en un sentido amplio, regresar a lo que no se compra con dinero: paz de espíritu, saber quién eres y dejar de perseguir ser algo diferente.
Os dejo con una canción que habla de eso, porque, a lo mejor, no hace falta tener 90 años para sentirse ratón de campo y ser feliz con placeres asequibles:



PD: La Editorial Picarona ha publicado recientemente un cuento escrito por Bil Lep e ilustrado por David T. Wenzel, El rey de las pequeñas cosas, que abunda en este asunto. Os lo recomiendo, así como realizar las actividades que, a partir de esta lectura, proponen en el blog Biblioabrazo -un (pequeño) divertimento para niños chicos y grandes que nos puede ayudar a redimensionar-.

sábado, 10 de enero de 2015

Mujeres que caminan con los osos (II)


"Niña y oso" de Anna Silivonchik
Ilustración de Theodore Kittelsen
para "The polar Bear King" (1912)
Una de las cosas que más me gustan de las fiestas navideñas es el tiempo que puedo pasar en chandal y sin zapatos, sin mirar el reloj, tan pancha. Y no hacer nada y leer y, como una cosa lleva a otra, al final escribir (pero si no me sale, oye, pues bien igual; que mañana será otro día tan bueno como el que que acaba de pasar para ir en chandal y con los pies descalzos y probar de nuevo). 
Lo que hago en esas fechas -comidas pantagruélicas aparte- se parece un poco a un proceso de hibernación, como el de...¡Ah! Los osos...Todavía no he acabado con ellos, me temo. De hecho, mi colección de ilustraciones de osos y mujeres ha seguido engordando en estos meses y yo continuo descubriendo secretos en los cuentos.
En un post anterior, os hablé del simbolismo del oso en clave femenina (vinculado a la maternidad, a la naturaleza cíclica del tiempo, a lo lunar, a la tutela amorosa de lo que crece). Pero el oso tiene también unas características masculinas bien representadas en los cuentos tradicionales. Fuertes e independientes, solitarios y territoriales, los osos son animales imponentes, capaces de inspirar afecto y respeto. Por ello -con sus peculiaridades más o menos tergiversadas o dulcificadas-, aparecen en un sinfín de historias para niños.  

Ilustración de Kaebobee inspirada en el cuento
 "El oso de la luna creciente"
Para no apartarme excesivamente del contenido de las imágenes, voy a centrarme en esa estirpe de cuentos que, genéricamente, tratan el tema de un príncipe encantado. Supongo que os suena: un príncipe, transformado por un maleficio en animal (o un ser de apariencia feroz y extraña), entabla una relación con una doncella. El contacto con esta muchacha, la forma en que ella lo trata y los sacrificios que realiza por él (de manera voluntaria o siguiendo un dictado paterno), hacen posible que, con el tiempo, el encantamiento se rompa y el príncipe retorne a su apariencia original -que es la de un hombre bello y bueno en todos los sentidos-. A esta categoría pertenecen El príncipe sapo y Blancanieve y Rosaroja, por citar dos cuentos de los hermanos Grimm muy conocidos. También La Bella y la Bestia sigue el mismo patrón, que, en esencia, recrea elementos del mito de Eros y Psique recogido por Apuleyo.  

Ilustración de Hanna Liekeland
A Good Natured Bear
 (ilustración victoriana, libre de derechos)
Existen muchas variantes de este esquema (sólo en la narrativa tradicional castellana encontramos multitud de ellas -véase aquí-), lo que da una idea de hasta qué punto ha arraigado en nuestro imaginario la idea del hombre animalizado que sólo puede ser salvado de su condición indeseable por su amada. Lo curioso es que no pocas veces ese hombre hechizado tiene la apariencia de un oso. ¿Por qué un oso? Seguramente porque hubo un tiempo en que los osos salvajes eran una presencia sobrecogedora no muy alejada de los enclaves humanos. Y porque el oso, si nos fijamos bien,  es un mamífero con cierto parecido a nosotros en su capacidad de erguirse sobre sus patas traseras, su gusto por la miel, la forma en que la madre cría a los oseznos durante un período dilatado y que, además, posee una faz que nos puede resultar en cierto modo familiar  (se dice que un oso puede fácilmente distinguirse de otro por sus rasgos faciales e, incluso, que la expresión de éstos puede cambiar de manera significativa de un momento a otro). Teniendo esto en cuenta, no es raro que este animal haya sido el predilecto para encarnar los aspectos más bárbaros de la naturaleza humana. 

Es habitual en estas historias de príncipes encantados que la confianza primero y el amor después sean el detonante de la humanización del príncipe. La muchacha reconoce las virtudes de la bestia, pese a la fiereza de su aspecto, y, si se impone una separación, no se resigna, sino que emprende un viaje y atraviesa duras pruebas para reunirse con él, su esposo animal. Cuando el trayecto culmina, ambos se reencuentran en unas condiciones nuevas, porque han sido transformados por la experiencia. La valentía, la lealtad y la perseverancia reciben como recompensa poder ver y amar al otro en su verdadera esencia. 

Ilustración de Gabriella Barouch
Los cuentos de este tipo, los llamados cuentos maravillosos, presentan varios niveles de lectura y, cuando más profundizamos en ellos, mayor es el alcance de lo que nos comunican. Así, en este caso, podríamos considerar que los cuentos sobre un príncipe encantado hablan acerca de las relaciones de pareja y de las dificultades que éstas encaran en su inicio, cuando las personas implicadas no se muestran íntegramente, sino a través de una máscara que los aprisiona (el animal debe dejar de serlo y la doncella debe trascender su estado de inocencia para que el verdadero matrimonio se produzca). Pero también podemos interpretar que estos dos oponentes, másculino y femenino, Bestia y Bella, barbarie y civilización, se refieren a un proceso interno, intrapsíquico,  que tiene lugar en el interior de todos nosotros para llegar a ser un humano completo.
Pudiera ser, por ejemplo, que estos cuentos trataran acerca de cómo domeñar y convivir con nuestro instinto, nuestra animalidad. Con nuestro lado salvaje. O con nuestra sombra. O sobre cómo tratar con esos aspectos de nuestra psique menos desarrollados. Si fuera así, me parece muy interesante lo que nos transmiten las diferentes imágenes que he reunido esta vez en torno a las mujeres y los osos, porque cada una de ellas expresa una vinculación diferente con este amigo-enemigo que está en nosotras. Cada artista encuentra su propia fórmula, sus matices. ¿Y tú? ¿Has pensado en cuál es la relación con tu oso?.
Desde luego, no soy quien para dar consejos en lo que a exploración de nuestros lugares oscuros se refiere, pero creo que si os aventuráis por esos derroteros no estará de más recordar que "el hombre y el oso, cuanto más feo más hermoso". Don't be affraid!

lunes, 5 de enero de 2015

Noche estrellada

El 2 de abril de 2006, el autor  Ján Uličiansky (Bratislava, 1955) leyó este texto que, con motivo del  Día Internacional del Libro Infantil y Juvenil, le había sido encargado por el IBBY de Eslovaquia (país que aquel año actuaba como sponsor internacional del evento).  He creído conveniente copiarlo ahora por si algún Rey Mago despistado tiene en mente regalarme calcetines. 

Ilustración de Fujita Mikiko

El destino de los libros está escrito en las estrellas

Los adultos suelen preguntarse qué ocurrirá con los libros cuando los niños dejen de leerlos. Una posible respuesta sería:"¡Los cargaremos en enormes naves espaciales y los enviaremos a las estrellas!"
¡Maravilloso…! 
En realidad, los libros se parecen a las estrellas que brillan en el cielo nocturno. Existen tantas que no se las puede contar y se encuentran tan lejanas que no nos animamos a llegar hasta ellas. Pero imaginemos qué profunda sería la oscuridad si algún día todos los libros, esos cometas de nuestro universo cerebral, se extinguieran y dejaran de irradiar su infinita energía de conocimiento humano e imaginación… 
¡Dios mío! 
¿¡Piensan que los niños no son capaces de comprender semejante ficción científica!? Muy bien, entonces regresaré a la tierra para recordar los libros de mi infancia. De hecho, es lo que se me ocurrió mientras contemplaba la Osa Mayor, la constelación que los eslovacos llamamos "El Gran Carro",  porque mis libros más queridos llegaron a mí en un carro… Es decir, el primer destinatario no fui yo sino mi madre. Sucedió durante la guerra. 
Mi madre se encontraba un día al borde del camino cuando vio acercarse un carro a los tumbos. Lo arrastraba una yunta de caballos y se solía usar para transportar heno, pero en esa ocasión iba cargado de libros hasta el tope. El conductor le dijo a mi madre que llevaba los libros de la biblioteca del pueblo a un lugar seguro, para salvarlos de la destrucción. 
En ese entonces mi madre era una niña a quien le gustaba mucho leer y al ver semejante mar de libros sus ojos brillaron como estrellas. Hasta ese momento sólo había visto carros cargados de heno, de paja o quizás de estiércol. Para ella un carro lleno de libros era algo que sólo podía existir en un cuento de hadas. Y se animó a preguntar: 
"Por favor, ¿no podría darme al menos un libro de esa pila tan enorme?". 
El hombre asintió con una sonrisa, saltó del carro y desenganchó uno de los costados mientras decía: 
"¡Puedes llevarte todos los libros que queden en el camino!". 
Los libros cayeron ruidosamente al camino polvoriento y poco después el extraño transporte desapareció tras una curva. Mi madre los recogió con el corazón agitado por la emoción. Después de quitarles el polvo, descubrió entre ellos, por pura casualidad, una colección completa de los cuentos de Hans Christian Andersen. En los cinco volúmenes encuadernados en diversos colores no había una sola ilustración, pero como por arte de magia esos libros iluminaron las noches que tanto la aterrorizaban, porque durante esa guerra había perdido a su madre. Cuando leía aquellos cuentos al atardecer, cada uno de ellos le traía un rayito de esperanza y con una imagen de paz en el corazón, que creaban sus ojos entrecerrados, podía al fin dormirse tranquila, al menos durante un rato… 
Pasaron los años y esos libros llegaron a mis manos. Siempre los llevo conmigo por los polvorientos caminos de mi vida. Y, se preguntarán, ¿de qué polvo estoy hablando?¡Buena pregunta! 
Tal vez haya pensado en el polvo de estrellas que se posa sobre nuestros ojos cuando nos sentamos a leer durante una noche oscura. Siempre y cuando estemos leyendo un libro. A fin de cuentas, podemos leer toda clase de cosas. Una cara humana, las líneas de la mano y las estrellas... 
Las estrellas son los libros del cielo nocturno que iluminan la oscuridad. 
Cuando no estoy seguro si vale la pena escribir otro libro, miro al cielo y me digo que el universo es realmente infinito y con seguridad tiene que quedar espacio para mi pequeña estrella.

Texto de Ján Uličiansky 
(traducido de la versión inglesa por Laura Canteros, extraído de http://www.imaginaria.com.ar/17/7/2-de-abril.htm).